Estoy sentada en este café de maestra de francés entrada en años... de esas que disfruta las masitas y su maquillaje se nota en su cara.
Estoy sentada sola... haciendo tiempo para cumplir con una obligación moral y evitando el encuentro con una amiga quejosa ... por lo menos de momento.
Y ahí estoy sentada pensando en la angustia de la falta de un mensaje y la felicidad por el último recibido... y pensando en todo y pensando en nada la veo:
Llegando con un libro en la cartera y flores en el pelo, con el maquillaje que la hunde y la edad del paso cansado. La miro un segundo y veo cómo el mozo la cambia de sitio porque es poca persona para tanta mesa... La veo despacio y en sus ojos que leen un libro viejo y deshilachado veo la soledad gritándole. Primero despacio... como un solo murmullo y luego más fuerte... al punto que su grito tapa la música de mis auriculares y los efectos del Candy Crush. Me grita a mí y a nadie más.
En sus gritos escucho su vida y mis errores. La soledad me recuerda que nada es más duro y triste que ella. Me entra pavor. Miedo a no ser, miedo a perderme. A vivir la mitad de una vida plena por no haberme animado, por no haber confiado. Miedo a tomar las decisiones erradas y terminar siendo ese grito. Ese grito que a su paso le recuerda al mundo por qué el número dos es tan importante; porqué el número uno es tan incompleto.
Quito la vista y juego dos niveles más. ... como para escapar de ese peligro que temo que se convierta en presagio... o peor aún en un futuro que aún quiero creer no ha elegido el color con el que vendrá vestido.
Y decido escribir esta entrada y giro para verla nuevamente. Ella está acompañada...
Parece que el grito viene de mi interior... de ese miedo de 35 años... de nunca enamorarme.
MALOSERA, gente. Maloserá!
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